lunes, 10 de septiembre de 2007

La vida descalza de Pauls y nuestra

En su novela "La Vida descalzo" (en su hermosa novela, debo decir) Alan Pauls se apodera de mis recuerdos, de varios de ellos, aunque en cuestiones de forma y de relato nadie se daría cuenta que esos recuerdos tan bien narrados por él pudieran ser los míos.

Aunque su memoria de proceder de una familia adinerada, "artística" y bohemia de Buenos Aires no me pertenece, la Villa, el autocine, el estar en "ese otro lado" de Rohmer, que es la playa me es completamente propio. Por cierto, no soy el niño rubio cuya piel demasiado blanca le trae problemas frente al sol. Ese es más bien mi padre, tras pasarse horas enteras en cuclillas y a la orilla hurgando en pequeños pozos para atrapar almejas, que ya no existen.
Pero también corremos descalzos en la playa de la que nos adueñamos, como ella de nosotros, desde la mañana hasta el anochecer, nosotros -dos niñas morochas con el pelo embadurnado de arena y viento y un chiquito de cachetes llenos que nos sigue- y nuestros amigas de Córdoba o de Buenos Aires. La tarde en que desaparece el chiquito, nuestro hermano pequeño, y lo buscamos junto a los bañeros, los vecinos de carpa y hasta la policía para terminar encontrándolo encerrado con una nenita -esta vez si una niñita rubia de ascendencia alemana- en la casa de Juan Carlos, en Brujas, al norte, donde la "civilización" terminaba entonces.
Y en los veranos siguientes y siguientes, de amores marítimos y precoces, y cuerpos enredados en las olas, tal vez una pelota de volley, una invitación a "Las Cortaderas", amistades eternas de un verano y el mar y la playa, ese lugar que no existe más que en el recuerdo y es "la Villa", el viejo paséandose entre las dunas, nosotros huyendo con impostado o sincero temor y la novela de Pauls haciendo públicos nuestros secretos.

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