¿Esta película es ciencia ficción o, como Philip Dick, es casi documental?
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viernes, 30 de noviembre de 2007
Mi viejo profesor de filosofía
Cuando estaba en la secundaria, creo que en cuarto año, tuve como profesor de filosofía al viejo Soler. Era un hombre gordo, calvo y con mirada simpática, del cual se decían cosas muy diferentes: algunos lo consideraban un tanto chanta, otros lo admiraban y la mayoría, permanecía indiferente a su persona y la enseñeanza filosófica que impartía. Yo creo que daba clases un poco por rutina, para ganarse la vida (y esto lo hacía parecer un tanto resignado) y otro poco por una genuina vocación de despertar la curiosidad de adolescentes bastante indolentes y desinteresados en cualquier cuestión que los obligara a ir más allá de un presente intenso de amores, apasionamiento político, artístico o sensual.
Para mí, en cambio, representó un refugio, con sus lecciones clásicas sobre Platón y Aristóteles, sus representaciones torpes del mito de la caverna, con una tiza que chirriaba hasta la irritación en mañanas frías y somnolientas del invierno.
Claro que si lo pienso hoy, no era viejo, el buen Soler, calculo que tendría poco más de cuarenta, todo un número para nuestros 15 o 16.
Casi nadie la prestaba atención y él fingía una sabia demencia y continuaba con gestos apasionados y énfasis desmesurados su soliloquio platónico, absolutamente perspicaz para detener una mirada cómplice sobre mi vista o la de alguna otra compañera, (pocas, muy pocas) que nos dejábamos llevar por sus explicaciones.
Un día me confesó: yo doy clases para dos o tres personas, en un curso de 25. Lo sé. Pero no quería perder el tiempo ni enfrentarse con quienes preferían usar esas horas de clases para el boludeo, el repaso de temas para otros exámenes o el sueño. Como si creyera que el camino de la violencia no era útil para despertar curiosidades juveniles.
Me hizo sentir especial y una elegida, y me esmeré mucho para hacer una monografía en la que intentaba vincular, con muy buenas intenciones y una absoluta ignoracia, a Nietzche con Platón y el nazismo.
Cuando le conté que pensaba dar libre el quinto año, me facilitó unos manuales espantosos que realmente me ayudaron mucho para mis exámenes. Eso fue como un secreto compartido, un guiño de confianza por el cual siempre lo recordaré con cariño. En medio de recuerdos llenos de ratas disfrazadas de profesores, Soler fue un buen maestro.
Para mí, en cambio, representó un refugio, con sus lecciones clásicas sobre Platón y Aristóteles, sus representaciones torpes del mito de la caverna, con una tiza que chirriaba hasta la irritación en mañanas frías y somnolientas del invierno.
Claro que si lo pienso hoy, no era viejo, el buen Soler, calculo que tendría poco más de cuarenta, todo un número para nuestros 15 o 16.
Casi nadie la prestaba atención y él fingía una sabia demencia y continuaba con gestos apasionados y énfasis desmesurados su soliloquio platónico, absolutamente perspicaz para detener una mirada cómplice sobre mi vista o la de alguna otra compañera, (pocas, muy pocas) que nos dejábamos llevar por sus explicaciones.
Un día me confesó: yo doy clases para dos o tres personas, en un curso de 25. Lo sé. Pero no quería perder el tiempo ni enfrentarse con quienes preferían usar esas horas de clases para el boludeo, el repaso de temas para otros exámenes o el sueño. Como si creyera que el camino de la violencia no era útil para despertar curiosidades juveniles.
Me hizo sentir especial y una elegida, y me esmeré mucho para hacer una monografía en la que intentaba vincular, con muy buenas intenciones y una absoluta ignoracia, a Nietzche con Platón y el nazismo.
Cuando le conté que pensaba dar libre el quinto año, me facilitó unos manuales espantosos que realmente me ayudaron mucho para mis exámenes. Eso fue como un secreto compartido, un guiño de confianza por el cual siempre lo recordaré con cariño. En medio de recuerdos llenos de ratas disfrazadas de profesores, Soler fue un buen maestro.
martes, 27 de noviembre de 2007
Otras cosas
Estoy leyendo bibliografía setentista. Al menos así la califica una compañera de trabajo que observa un libro que ha quedado sobre el escritorio. Releo libros que leí hace muchos o pocos años. Frente a mis ojos, desfilan cadáveres de veinte y treinta años. Me embarga la curiosidad y la amargura. No entiendo el relato o quizá lo entiendo demasiado. Buenos y malos escritores narran la guerra, la pasión, la traición y la muerte. Miles de jóvenes se suicidan o son asesinados y los escribas se regodean dando a entender que han investigado, bebido de fuentes confiables, hurgando en las heridas de los muertos de los otros y los propios. Conozco personalmente a algunos de los protagonistas, tengo para mí otras versiones de sus hijos, o hermanos o amigos, sobrevivientes, pero la letra de molde fija la locura, la valentía o la estupidez. Juzga a la distancia, con compasión, simpatía o desprecio.
Voy en el micro y no puedo parar de leer lo que ya leído hasta el hartazgo y no veo por la ventanilla el desfile de los otros condenados, hundidos en el hedor y la desesperación de la pobreza, que es la muerte sin heroismo de este mundo.
Vivo en un país donde el poder se ha disputado siempre a los tiros. A veces los tiros penetran en la carne de los niños y los jóvenes, a veces es más solapado y se mata lentamente de hambre, de miedo o de desesperanza.
Todo es violento y yo pretendo huir hacia una fuga protectora. No quiero saber más. Escucho música en mi MP3, pretendo que Los Beattles o Calamaro me defiendan. Me digo a mí misma: no seas antigua.
Quiero escribir otras palabras. Pensaba hablar de la fiesta de S, de los costillares que invitaban a la gula y la lujuria; la risa amistosa en la que se descansa; mi conversación con R sobre una serie inglesa policial; los chicos preparando los tragos; F recuperada de su melancólico extravío amoroso; E y sus análisis políticos; L y las anécdotas de sus hijos; los frutales que hay en el fondo de la quinta e invitan al descanso, la luna del tamaño de un sol que ilumina la noche.
Pero incluso así, estaría hablando de otra cosa.
Voy en el micro y no puedo parar de leer lo que ya leído hasta el hartazgo y no veo por la ventanilla el desfile de los otros condenados, hundidos en el hedor y la desesperación de la pobreza, que es la muerte sin heroismo de este mundo.
Vivo en un país donde el poder se ha disputado siempre a los tiros. A veces los tiros penetran en la carne de los niños y los jóvenes, a veces es más solapado y se mata lentamente de hambre, de miedo o de desesperanza.
Todo es violento y yo pretendo huir hacia una fuga protectora. No quiero saber más. Escucho música en mi MP3, pretendo que Los Beattles o Calamaro me defiendan. Me digo a mí misma: no seas antigua.
Quiero escribir otras palabras. Pensaba hablar de la fiesta de S, de los costillares que invitaban a la gula y la lujuria; la risa amistosa en la que se descansa; mi conversación con R sobre una serie inglesa policial; los chicos preparando los tragos; F recuperada de su melancólico extravío amoroso; E y sus análisis políticos; L y las anécdotas de sus hijos; los frutales que hay en el fondo de la quinta e invitan al descanso, la luna del tamaño de un sol que ilumina la noche.
Pero incluso así, estaría hablando de otra cosa.
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