miércoles, 30 de enero de 2008

Los inconsolables

En vacaciones he estado leyendo mucho. Leí Los Inconsolables, de Ishiguro. Se trata de una novela que le había regalado hace años a A pero que nunca había leído yo, y es raro porque casi nunca regalo un libro que no me haya pertenecido como lectora. Sin embargo ocurrió con este libro algo parecido a lo que le sucede a Míster Ryder, el protagonista: viajó de ciudad en ciudad y de continente en continente, para llegar otra vez a mis manos, de las que partió, y conmoverme.
Así que allí, en la playa, comencé la lectura de sus cerca de 600 páginas. Me atrapó, de entrada, el humor y una cierta atmósfera que me recordó vagamente a Nabokov, algo a Kafka y, más tarde, sólo al propio Ishiguro. Al igual que el prestigioso pianista Ryder, entré desprevenida al hotel de esa ciudad de Europa del este en la que se está preparando el gran concierto para el jueves y ya no pude evadirme ni un instante, ni para recuperar "el resuello", de las historias de los personajes que invaden a Ryder, lo demandan, le suplican, le piden, lo someten a escucha, lo desvían de sus planes, le confiesan sus intimidades. Habitantes de una nostalgiosa pasión musical algo enfermiza, expectantes de una redención colectiva, cuando no individual, por medio del concierto que tanto anhelan, fui conociendo a Sophie, a Boris, a Stephan, al Director del Hotel, a Brodsky, el director de orquesta borracho y acabado, a la señorita Collins, a la empleada del metro, al mozo del hotel, al café de Hungría, a las edificaciones junto al lago artificial, a los más atroces y sutiles conflictos padre-hijo/hija; marido mujer, a largos desencuentros que se ocultan tras señales mal interpretadas, la soledad, la esperanza. Del humor absurdo al humor opresivo, del roce sutil con el ridículo, al que nunca llegamos pero bordeamos en varias ocasiones, vamos descubriendo que lo único que realmente no importa es lo que todos están esperando.

martes, 8 de enero de 2008

La máscara del gato

Apenas abre la boca y ya me doy cuenta que, una vez más, lo importantente es lo que calla. Las palabras se le caen lentamente, como si pronunciarlas fuera un esfuerzo excesivo o como si con el sólo hecho de hablarlas pretendiera hacernos un presente que pruebe su amistad -porque sabe aunque no puede-que la amistad está hecha en gran medida de palabras y silencios; y todas hemos estado hablando y escuchando, escuchando y opinando. Miro su cara y la abstraigo de la situación, de los demás, del bar incluso y hasta de su cuerpo, como si fuera el gato de Alicia en el País de las Maravillas, su cara y luego su boca se independizan. Mueve los labios. Me dan ganas de atrapar esa boca en el aire con un gesto audaz y volver a ponerla en su cara, y ésta en su cuerpo, luego le pediría que haga silencio, la miraría a los ojos y le exigiría que DIGA ALGO REAL. No tengas miedo, le sugeriría: para todos el amor está hecho también de odio, de un rencor que envenena las mañanas o las noches, de desaires y deseos de libertad y de una esperanza ingenua y comedida que asoma cuando cae la tarde. El desgano se lo quitaría a cachetazos, estoy segura de que, más tarde o más temprano, me daría las gracias. Volvería a su casa y le diría a él, gritando como una loca o una mujer cansada, y ya sin la máscara del gato de Alicia, sino ella toda una, cara, palabra, cuerpo y voluntad, las cosas que calla.
En cambio, permanezco en el territorio de la civilidad, renuncio a vislumbrar alguna verdad (de ella) y le ofrezco más vino, que rechaza.