lunes, 22 de septiembre de 2008

Amores perversos

Le dábamos rodeos y no podíamos llegar al centro de eso que, al hablar de ellos, llamábamos a veces perversidad.
Unos años atrás, mi maternidad se había sentido violentada por esas costumbres que le imponían a mi hijo cuando los visitaba, y reaccioné como una hembra animal, sin civilidad alguna, para proteger a mi cachorro de un peligro que intuía y sólo podía nombrar con esa frase: son unos perversos.
Astutos, quisieron dar vuelta la cosa: mi visión siempre parecía deformada por mis consultas a psicólogos y ciertas lecturas que hacían complejizar lo sencillo. Yo era siempre la loca y la mal pensada. No había nada de malo en que el niño durmiera con ellos en la cama. Los primeros años, la excusa de la falta de espacio pareció creible. Pero con el cambio de casa ya no había manera de justificarlo.
Un día mi hijo llegó, después de quedarse a dormir con ellos, y mencionó algo del calzoncillo de él y del corpiño de ella. Me volví loca. Eché espuma por la boca y exigí la intervención paterna.O le ponen un colchón aparte y duermen con pijamas o no va más.
Me sentía una turra, por mometos. ¿Estoy viendo fantasmas donde hay sólo cariño? ¡Ellos son tan buenos, lo quieren tanto! Es que no tienen experiencia, es que no tienen hijos, pensaba. Pero cuando el peligro acecha a tu hijo, la amabilidad y la comprensión se van a la mismísima mierda.
Igual, lo invitaban cada vez menos. Parecía que a medida que él crecía, su cariño aminoraba.
No hace mucho, leyendo unos textos de F. Dolto sobre abuelos y nietos, encontré las palabras que construyeron el relato de mis intuiciones, el significado y las claves de ese peligro frente al que me alcé en pie de guerra. Jugaban con mi hijo al papá y la mamá, como si fuera un muñeco y no una persona. Lo querían así, bello y pequeño, como un peluche para acariciarles el sueño y rellernarles vaya a saber qué vacíos. Eran perversos. Mientras tanto, ellos, en ese juego, hacían como que eran niños también, entonces exhibir su sexualidad no era un problema, porque ellos eran inocentes. (En cambio yo, siempre he sido "la culpable" en este entuerto).
Ese amor les duró un tiempo, mientras el juguete no representaba la existencia de una subjetivdad con voluntad propia, con sus relaciones y vínculos, con su manera de ser hijo de esta madre y ese padre, que no son como ellos, ni quieren serlo. Para que el juego tuviera gracia, el resto del mundo de su niño-jueguete debía permanecer al margen. Venían a casa, lo buscaban y se iban rápido, como huyendo. Lo consentían con regalos, comidas y paseos. Esas salidas eran todo un jolgorio. El resto del mundo no existía, principalmente padre y madre, esos seres molestos que aplican leyes y sanciones y emergían para recordarles que no eran ellos los que estaban al mando.
Cuando el juego quedó expuesto y en evidencia, su amor se resquebrajó como una pieza de porcelana que alguien deja caer con violencia al piso. El niño al que decían amar no tiene existencia fuera de su perverso juego y entonces no les importó abandonarlo sin dar la cara ni explicaciones.
Intenté hablar de esto, pero ella se escondió como el avestruz y negó todo camino de diálogo que condujera, tarde o temprano, al laberinto de sus intrincados y perversos pactos.
Primero lo lamenté mucho. No quería ver sufrir a mi hijo por haberlos perdido.
Después, respiré aliviada por él. "Si para los niños, ser amados significa ser pervertidos, mejor que no se los ame", dice Dolto.
Aunque a veces temo que hayan "adquirido" otro sustituto humano para su pequeño y perverso aquelarre.


They use to be three

Solían ser tres (aquí quisiera decir :they use to be, porque no encuentro una expresión castellana más precisa): padre, hija e hijo.
Quién sabe si fue el dolor de la viudez prematura, cierta perspectiva egomaníaca de la existencia, la persecusión política, otras muertes. Se fue, dejando atrás dos niños, madre y hermanos. Una casa vacía y un país encendido y sangriento.
Los niños lo siguieron un tiempo después. Por entonces, sus noches eran de sueños apastillados, ausencias excesivas y miedos. Dejaron atrás la escuela, el barrio, los amigos y los recuerdos. Y el país flamígero y desorbitado que conocían y quizá, amaban.
Unos años después, ya no tan niños, los mandó de regreso. En nombre del "buen nivel universitario", se los sacó de encima como quien se desembaraza de una pesada carga que ha llevado más tiempo del que podía soportar. Se justificaba.
Después se fue el hijo. Como todo hijo, buscaba el fantasma de su padre, y atravesó la selva, el Trópico y una iniciación un poco brutal en el corazón de Sudamérica. Aprendió entonces a vivir así: como un nómade, sin patria, ni amigos, ni familia, o más bien, encerrando en su corazón desconcertado eso, bajo la forma de recuerdos deformados y ensoñaciones.
La hija, hecha de una naturaleza más cobarde y tímida, abandonó todo para seguir a un hombre que la dominara, pues el amor, para ella, estaba hecho de tiranía y opresión, de obediencia y sumisión, tal como el padre le había enseñado.
Quiso volver para ser abuelo, pero como no había querido ni sabido ser padre, saltear una generación resultó una tarea imposible. Anuncio que destruiría las ruinas del pasado y construiría nuevos cimientos. Sin embargo, ante las primeras dificultades, hizo lo que mejor sabía hacer y huyó, dejando atrás de nuevo lo poco que quedaba de los tres que alguna vez pudieron ser una familia y ahora son sólo tres personas que se alejan y se alejan, como si los límites del mundo fueran demasiado pequeños para albergar la suma de traiciones, desengaños y odios que los vinculan.

domingo, 14 de septiembre de 2008

Castillos de dolor, de Magda Denes



Como muchos domingos, después de almorzar con madre, que suele ser nuestra invitada, vamos a pasear al bosque. Mientras A. y J. juegan a la pelota, yo termino de releer una de esas novelas de tardes de domingo. Esas novelas que no están siquiera muy bien escritas, pero a las que vuelvo como un falso deudo que busca en historias de persecución y guerra, de pogromos y guettos, un pasado del que ya no quedan testimonios entre los míos. Esos libros que adquiero a veces hojeando, apurada, en bateas impregnadas de polvillo que trae alergía y estornudos, en librerías de usados. Se llama Castillos de dolor (Denes, Emecé, 1998), y son los recuerdos de la guerra de una niña judía húngara (¿o debiera decir húngara judía?) que ha debido sobrevivir al hambre, la enfermedad, la muerte, el abandono, los escondites en sótanos y altillos, la desintegración de su familia, la desaparición del mundo, la escuela, las compañeras, el desprecio organizado, el caos y la pérdida del placer por aprender las palabras y las matemáticas, misterios entrañables de los que su hermano asesinado era el guía.
Como en Léxico familiar (Natalia Guinzburg), la guerra y la destrucción se entremezclan con las comidas, o su ausencia, las palabras que abren puentes de supervivencia o las que matan, los gestos y modales apropiados para despistar al enemigo o conseguir mejores raciones, los libros que permiten huir del mundo y sobrevivir frente a tanto dolor. Y un humor que no puede ser más que negro, oscuro y sibilante.
Es como tirar un guijarro. Esa piedra que cae sobre el lago nada apacible de la vida, que forma inescrutables misterios de remolinos que nos tomamos la licencia de llamar europa del este, magyares, eslavos, abuelos. Es como bucear en el 2666 de Bolaño, es el mundo Karamazov, es Gombrowicz o Los Incosolables de Ishiguro. Es aquello que ni la mejor literatura norteamericana o europea (ni aún un irlandés como Stocker) podrá jamás asimilar, porque no es posible para los occidentales asimilar esa perversidad más refinada, la crueldad lenta, musical, culta, apasionada. Hecha de ballet, sopas de porotos o remolacha y vodka; de atardeceres prematuros y nevados, de samovares y pogromos. De cadáveres desnudos, desdentados, en fosas comunes, en bosques nevados. Niños y mujeres marchando descalzos a librarse, con una sola bala para ahorrar municiones, de toda humillación y toda esperanza.
Nuestras tragedias americanas son más vertiginosas. Conquistadores y conquistados rendimos culto al sol, a los atardeceres lentos, las selvas tropicales, los mares calientes, los frutos de colores obscenos y jóvenes.
Pienso en Bolivia. Pienso en Argentina. Pienso en mis abuelos, mis padres, mis amigos, mi hijo, mis sobrinos y en lo horrendo que es el mundo y los grandes y tremendos hijos de puta egoístas que somos los adultos.
Y aún así, siento un apetito voraz, insaciable e infatigable por esta cosa que llamamos vida, aunque sepamos que es también infierno y muerte.

domingo, 7 de septiembre de 2008

RECUERDOS DE LOS OTROS


Hay recuerdos que nos pertenecen con la fuerza de los huracanes. Son nuestros con la genuina pertenencia de cada mitocondria que nos hace ser quienes somos, y no otros.

A veces compartirlos con quienes también los protagonizaron nos sorprende: ya sea que la sorpresa oscile entre el desconcierto, la incredulidad o la serendipity. Nuestra amiga, nuestra hermana, nuestro amante o nuestro hijo relatan de ese recuerdo -que veneramos como a una de nuestras más valiosas pertenencias-una versión tan tergiversada, que dudamos si tenemos frente a nosotros a un/a descarado mentiroso o fabulador o simplemente a otro, que estuvo allí, que vivió con nosotros la experiencia y, a pesar de ello, no sabe nada de lo que recordamos, de lo que nos constituye, de quienes somos. Podemos atribuirle verosimilitud a su relato de nuestro recuerdo común, incluso reirnos como cómplices de un secreto y sin embargo, se levanta, entre nosotros y los otros, un muro infranqueable que nos deja, para siempre, solos en nuestro desconcierto.