miércoles, 14 de enero de 2009

My kind of town







Mi ciudad


La ciudad donde yo vivo es un laberinto sin salida. Quienes nacemos o venimos a vivir aquí, ya no podemos irnos, incluso cuando nos marchamos. Hundida en un pozo, no tiene mar ni un río, como no sea uno hecho de contaminación y tristeza. Todos los habitantes renegamos de ella, más o menos. Decimos que es un pueblo de mierda, que la gente es muy mediocre, que la mayoría son medio pelo y empleados públicos (ellos, siempre los otros). Pero después, como si nos diera mucha culpa, aclaramos que tiene los estudiantes, que vienen de todo el interior (¿el interior de qué?) y las diagonales, y las plazas, y Gimnasia y la movida del rock y la cultura...(y enumeramos: Virus, los Redondos, Aventuras de un fotográfo en La Plata, etcétera)¡Y desde ya! El Museo (que para nosotros es así, "el museo" y para los que no viven acá es "el museo de Ciencias Naturales" o el "museo del Peritto Moreno") y la Ciudad de los Niños (querida Evita) y el Teatro Argentino. Y el Bosque. Y los árboles. Y la de Le Corbusier.Y los tilos y mandarineros y los jacarandás. Y, como Pángaro en Lluvia dorada, decimos, sí, pero tenemos las mejores fiestas.
La gente que vive acá y parte, hace como que se va, pero se queda. Y si permanece mucho tiempo, largos años incluso, en otra parte, si logra apropiarse de otro lugar para vivir, recuerda a esta ciudad con nostalgia, con rencor, con deseos de venganza, pero nunca con indiferencia.

martes, 13 de enero de 2009

Hombres 2, rockeros histéricos


Una mujer escribe:


Hace unos meses me acosté con varios y no amé a ninguno. Hoy no me acuesto con nadie y daría mucho por poder amar. Y amarte. Amarte si fueras la mitad, o la tercera parte de lo que imagino.
Te veo fugaz pasar y en vos veo un poquito de lo que solía gustarme.
Veo una paridad de edades que se vuelve interesante nuevamente. Una serie de coincidencias musicales, una intuición por lo poético, unas manos que seguro saben tocar y esa dosis de fatuidad y soberbia que puede descubrirse como timidez o que plantea el intenso desafío de doblegarte.
Primero pienso en conquistarte con mi boca y mi lengua, con mis manos o con mis suavidades y sinuosidades por otros nombradas y en las que, ya madura, creo casi por primera vez. Sé que si pasás por mi cama no me olvidarás fácilmente, por mucho que llegues a maltratarme, para después abandonarme, para volver cuando sea muy tarde. Repetís sin haber comenzado el ritual de todos mis finales.
Pero esta noche, fatua, borracha, graciosa hasta la exasperación, completaste, sin siquiera intuirlo (pobrecito, tanto exijo a quien tan sólo ha sido tan luego cortés con mi ansiedad) el itinerario tantas veces transitado en largas agonías. Cinco minutos después de conocerte, hice economía sentimental. Primero me calentaste como a una moza veneciana de novela de la Hisgsmith o de H. James (salvando las distancias de tu probable ignorancia). Después, caballero de la mesa redonda, imitando a mi mejor amante, te mostraste gentil como ningún pendejo sabe de verdad ( y ojo, pendejo es cualquiera de menos de cincuenta). Después reculaste como el más vulgar histérico platense (el caso Dora del macho platense posmoderno rockero que me aburrió hace cien vidas y no sé por qué reedito ya madurita) y yo, tan cancherita, piqué imbuida de demasiada adolescencia de Virus y los Abuelos y un novio rockero devenido en medio famoso cool en el extranjero.
Y hoy pasás por delante de mi jeta con tu chica y no te dignás a saludarme, siendo que el “buen día , buenas tardes” en mi país se aprende como a los cuatro o cinco, haciendo esfumarse toda mi curuiosidad , trocando el misterio en una escenita repetida. Yo esa peli ya la vi cien veces.
Si encima tengo que explicarte por qué sos forro, Dios mío, de profe me recibí hace cien años y no me gustan los alumnos tontos.
Flaco, si vos ya estás de vuelta de todo, yo todavía quiero ir a muchos lugares, aunque después de este vaya al arrepentimiento que provoca todo exabrupto borracho.
Tengo una amiga casi sabia que recomienda ante la duda, negar todo. No había podido practicar esta maravillosa sentencia hasta ahora, pero nunca es tarde para aprender.
Ciudad chica, ciudad grande, según se mire.

Hombres 1


Yo podría decir que la primera vez ella quería, indudablemente, seducirlo, pero no asustarlo. Entonces se limitó a probarlo, a insinuarle, a proponerle. Porque él, que podría haberle dado cátedra según ella creía, era un tímido. Era uno de esos hombres que no se sabían sedientos, que se creen satisfechos hasta que se descubren. Era un hombre que no se había descubierto. Estrictamente. No había experimentado el éxtasis de sacarse las cubiertas, los controles. Hacía lo que es debido como es debido. No lo que deseaba, porque no sabía lo que deseaba. No había tenido la oportunidad, no había creado la ocasión, de expresarse enteramente con una mujer.
Ella descubrió desde la primera vez (aunque esa vez fue apenas una intuición, una sospecha que no sabía si tenía otro futuro que el mero sospechar) que podría ejercer el atávico poder de las mujeres en el único campo de batalla donde somos indiscutiblemente soberanas. En las lides del amor, en el país del erotismo. Y lo mejor de esa soberanía consistiría luego en la ocasión de alternarla.
Una vez despertado el misterio del deseo, una vez que él se entregara al juego, ella podría tal vez ser sometida al poder de él.
En la cama con él experimentó una variada gama de sensaciones. Desde el poder al aburrimiento, la alegría, la curiosidad, la aventura, la exploración, el cansancio, la frustración, la decepción, el envanecimiento, la sumisión, la complacencia, el placer. Y desgraciadamente, el amor.
Los hombres creen a veces que el mejor amante es el más amado en el corazón de una mujer. Y aciertan, pero se equivocan.
Porque ellos dirían el mejor amante de aquel que es más diestro, por decir, más hábil, como una suerte de técnico en las artes amatorias.
Brutalmente creen que es el que más placer físico le da a una mujer, el “que la tiene más grande”, el que la bendice con más orgasmos, el que lo hace varias veces seguidas, el que conoce sus secretos.
Se equivocan.
Ella ha tenido la dicha de tener buenos amantes. Habilidosos, generosos, hedonistas pero avisados de los misterios del placer femenino. En un punto, todos los hombres son el mismo hombre y todos tienen, en mayor o menor medida, la misma ignorancia y hay que enseñarles casi todo. Son, esencialmente, como animales en celo. Se les puede dar fácilmente placer pero es bastante más difícil recibirlo de ellos.
A él le preocupaba que ella hubiera sabido gozar con otros. A ella le sorprendía (cuando le creía) que él hubiese gozado tan poco de sí mismo con otras. El , que tenía como la vocación de desmerecerse por aquellas cuestiones que no importan y la necedad de no quitarse puntos por aquellas que realmente deberían dar vergüenza, se castigaba por no ser para ella el primero en nada de las cosas que vulgarmente se clasifican en el sexo.
¿Cómo explicarle que no era el qué sino el cómo? Y que el cómo no era exactamente el cómo material, no era enumeración de posturas o cavidades, sino más bien de emociones, de sensaciones del alma?
Mirarlo así, a los ojos, en los ojos, desde los ojos, a través de los ojos, era algo nuevo para ella, algo de otra categoría, algo atrevido, las primeras veces, el fin de una barrera mucho más difícil que hacerlo por atrás o por adelante, que lamer o que chupar o dejarse hacer cualquiera de esas cosas. Los ojos son de verdad el espejo del alma. No es que le hubiera sido sencillo, pero le había resultado siempre a ella mucho más fácil desnudar el cuerpo que desnudar el alma en el momento del cuerpo. Mirarlo así, intensamente, sostenidamente. No espiarlo, no una imagen fugaz. Mirarlo, decidir mirarlo, recibir su mirada, hablarse sin palabras, reírse con los ojos, ponerle levedad a lo solemne, sonreírse en el clímax, confiarse, exponerse. Entregarse, de verdad.
Muchas veces placer en el sexo. Pocas veces amor en el sexo. Había vivido amor antes del sexo, amor después del sexo. Ocasionalmente amor durante el sexo.
El fue en el sexo para ella el amor.
El temía mucho el placer de ella con otro. Como si se hubieran invertido lo femenino y lo masculino, ella se acostumbró a que él tuviera sexo con otra sin torturarse tanto.
Ella , que sabe que es mucho más probable encontrar el placer que el amor, desearía poder amar como lo amó a él, en el placer de la cama, a otro.

Niña vieja


Venía caminando como cuando estoy sacada, rápido, refunfuñando. Todo me estaba saliendo muy pero muy mal ese día y el calor me calentaba directo el cerebro como si no tuviera cráneo. Entonces la vi, vi como fingía no verme, o eso creí, porque ella después lo negó y yo decidí creerle, como un acto de fe. Le dije de todo. De todo es eso, de todo. Le largué el dolor y la bronca y la impotencia acumulada por dos largos años. Ella sigue la estrategia demoledora del que calla y permanece quieto y lejano, la peor de las indiferencias. Te abate, te niega, te ignora. Pero no es sólo eso, que es su manera de decirte NO ME IMPORTA NADA DE LO QUE TE PASE. Es peor porque hace lo mismo con mi hijo y con A. Y el dolor de mi hijo es mi dolor, aunque esa parte ella no creo que realmente la entienda.
Para ella mi hijo es muchas cosas diferentes, pero no es una persona ni es el hijo de sus padres. Es un sustituto a su deseo de ser madre, es un juguete, un objeto, un cuenco vacío que hay que llenar.
Me dijo que ella no se hacía cargo para nada. Que ella no tenía nada que ver. Que A le había prohibido ver a nuestro hijo. Tonterías así. Como si fuera una niña pequeña sin voluntad, que ni elige, ni decide, ni actúa, ni piensa. Aunque pensar si piensa. Piensa mucho. Está hecha de puro pensar y fantasear, como si sus actos y sus palabras, sus silencios y sus insultos no tuvieran que ver con ella sino que fueran producto de su pensamiento. YO NO ME HAGO CARGO, afirma, y pone sus manos por delante del cuerpo, marcando la distancia. Le dije que los adultos éramos responsables de nuestros actos. Que no había manera de eludir esa responsabilidad. Que podía admitir que ella pensara que era justa, que hacía lo correcto, que nosotros éramos crueles y malvados, yo mentirosa, A un títere manipulado y manipulable. Pero no esa tontería, esa perversión de hacerse la niña pequeña que no tiene nada que ver con el asunto.
Le dije muchas otras cosas y ella y también dijo algunas. Dijo que tenía ganas de insultarme y yo la invité a hacerlo, le sugerí que se descargara, que sería bueno para ella, pero no pudo. Le dije que entendía muchas cosas porque su padre era espantosamente indiferente y reaccionó como si la hubiera pinchado con una aguja de tejer en una víscera muy sensible. Me dijo: no te permito que hables así de mi padre. Le contesté que no necesitaba su permiso. Que un hombre que durante nueve años ni siquiera ha llamado a su nieto por teléfono es, por lo menos, alguien espantosamente indiferente. No lo soportó. Decirle eso era como decirle es hora de que crezcas, que dejes de jugar a que sos una niña pequeña y débil que espera que su padre venga y la rescate de su angustia. Decirle que no puede jugar a la mamá si quiere ser una mamá en la realidad, en ese mundo en el cual hay otros que hacen lo que quieren, o lo que pueden, que no podemos controlarlos, que no hacen lo que nosotros queremos, que nos pelean y nos causan dolor, pero también pueden ser, si dejamos que se abra la puerta, eso, otros, distintos a nosotros, perturbadores, maravillosos, desafiantes, ingratos, generosos, alegres, tesoros en nuestros corazones…
Quiere pasar esta prueba dentro de un cofre. Estar tranquila, me dice. Para armar su familia tiene que destruir la anterior, quemar naves con un fuego que nunca se extinguirá, pero ella fantasea que sí.
Me fui calmando.
La vi tan sola, tan apagada, tan instalada en una niñez perpetua, atroz, una niñez vieja. Supe que no me comprendía ni puede comprenderme. Que si uno le pide eso, que es pedir amor, que es pedir y dar, ella se asusta y huye.
Ya no estoy enojada. Ya no. Y sé que ella no está enojada conmigo, aunque le ponga ese nombre. Vivir, para ella, es una tarea excesiva, por encima de sus fuerzas y de su voluntad. Entonces, refugiada en un mundo infantil y perverso, se preserva para el día en que, mágicamente, alguien la haga mujer. Pero eso difícilmente ocurra, porque ella no tiene nada que ver con eso.

Fiaca, lecturas y gritos que se ahogan


Por un buen tiempo me quedé sin palabras, sin deseos de expresarlas aquí. Había gritos tapados, ahogados, latiendo como late el corazón de los caballos del que huye de una batalla cuyo final es incierto. Me distraje y me entretuve en esas lecturas que no molestan, no perturban y no dejan casi rastros, aunque eso es como decir que las huellas en la arena nunca estuvieron, sólo porque el mar las borra con cada marea.
Paseando por la genealogía de la corona de Francia, el fin de los Valois (desgraciada madre, Catalina, que pare tres reyes y a dos ve morir); el ascenso de los Borbones; el robo de la corona a la pobre Juana la Loca, que quizá no estaba loca, quizá sólo estaba un poco enamorada y era un poco incómoda a los planes de su padre.
Después me dediqué a Duby y sus polípteros y mansos, las idas y vueltas hacia y desde la tierra inculta de la frontera humana. Hambre en el siglo IX y en el X y en el X y en el XII. Hambre porque no hay alimentos, no sólo porque los señores se los quedan. Ahora también hay hambre por donde mires, a tres cuadras de tu casa. Sólo que hay grandes cadenas de supermercados llenas de alimentos y grandes latifundios que prosperan, aunque haya sequía, pero hay tanto o más hambre, porque es un hambre más injustificable y más cruel.
Y abandoné, por un tiempo, a Cecilia, que no sólo es mi única lectora fiel (y quizá mi única lectora) sino también que escribe maravillosamente y sabe que la leo. Pero estoy acá, lenta, algo enfiacada, pero de regreso.