Esta vez al Jazmín del Cabo lo dejamos en una maceta.
Parece que le gustó quedarse ahí, limitado.
El error mío de otros años fue confundir la capacidad de seducción de su perfume con una vocación de libertad para crecer y extender su raíces. Ahí, aprisionado, no ha cesado de crecer, de vivir. Mientras que otros jazmines morían al trasladarlos a tierra.
Esto no justifica la acción destructora de la hormiga argentina - que sabido es, gracias a la literatura más que a la ciencia, es de un poder arrasador-, y otras plagas, ni omite la verdad acerca de ataques infligidos por la perra.
Desde ya.
Pero los otros jazmines, como el Del País, abrazan la casa entera, se extienden por las rejas del jardín delantero y la pérgola de atrás, se mezclan con la glicina, florecen cuando en pleno invierno una anticipada primavera los confunde. Resisten inundaciones, heladas, tormentas, hormigas, nidos de zorzales, cortejos gatunos y torpezas caninas.
Incluso la gardenia jasminoide resistió al fuego y a algunas podas excesivas, casi mortales.
Pero el Jazmín del Cabo, como si supiera que es de todas mi especie más deseada, me esquiva, se enferma, se apesta, se deja devorar, y cuando anuncia sus primeras flores para que yo caiga rendida a los pies de su perfume embriagador, y entonce me relajo: muere.
Y otra vez a desearlo, a mimarlo, a esperarlo, a cuidarlo, a soñarlo y a perderlo.
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domingo, 16 de noviembre de 2014
viernes, 7 de noviembre de 2014
Mordiéndose la cola
Qué cosa, las palabras, las cosas y las palabras, las palabras y las cosas.
Qué cosa la soledad desértica de esas personas rígidas, sin preguntas, con un lenguaje de certezas que son como prisiones como una religión sin esperanza y con mandatos, con rituales pero sin fe.
Personas llenas de respuestas sin preguntas. De reglas y sentencias, pero sin ley.
Personas que al mirarse en el espejo, al asomarse al abismo descubren que lo oscuro lo turbio, lo enlodado, les pertenece por entero.
Personas con insaciable sed de total destrucción, que ensucian lo limpio y corrompen lo puro. (Y subidas al pedestal de su obsesión, se masturban autoerotizados en los ritos vacíos de su honestidad burguesa, chiquita, miserable, perversa).
Les diría (sino fueran tan sordas a todo lo que no entra en la caja de sus obsesiones): lo creaste, lo inventaste allí donde no existía, lo convertiste en siniestro y habitaste el territorio de la traición. Y te gustó. Lo gozaste.
Les diría, ya basta de fingimientos, tu ética de cajita de cristal, tu ética que no se hace cargo del poder, de la autoridad, de tu deseo, es una mentira tan frágil como una grulla hecha en papel de origami. No es una ética, ni siquiera es algo que te pertenezca, es un discurso que habla a través tuyo.
Tu ética no explica tus acciones, tus acciones también son viles, bajas, sucias, mientras que tu supuesta ética es apenas un catálogo de normas escritas por algún vigilante con insomnio, que mira para el otro lado de la vida.
Podés mirar todas las series, las películas, leer todos los poemas, los ensayos, los cuentos, ir a todos los recitales, tomar todos los medicamentos (los alternativos, los ortodoxos, los ilegales); ponerte a la sombra de los creadores de mundos; encarar todas las terapias, los viajes, las aparentes metamorfosis donde nada en verdad cambia; saltar sin poner el cuerpo de escenario en escenario buscando lo que te quema adentro y no se encuentra en ninguna parte; inventar todas las justificaciones, como un personaje de R. Fresán o de una seatcom.
Podrán sobreactuar cada sentimiento, pero eso no cambiará la insensibilidad de su epidermis al registro de la existencia de los otros. (Y sin los otros, tarde o temprano, solo queda dar vueltas sobre sí mismo y morderse la cola.)
En el fondo, el morbo de su goce en el dolor infligido se hace imago, cuando al mirarse en el espejo, al asomarse al abismo, al mirar a través del nebuloso filtro autocomplaciente, escondido acechando, como fiera enjaulada, el deseo de destruir y destruirse permanece al acecho.
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Qué cosa la soledad desértica de esas personas rígidas, sin preguntas, con un lenguaje de certezas que son como prisiones como una religión sin esperanza y con mandatos, con rituales pero sin fe.
Personas llenas de respuestas sin preguntas. De reglas y sentencias, pero sin ley.
Personas que al mirarse en el espejo, al asomarse al abismo descubren que lo oscuro lo turbio, lo enlodado, les pertenece por entero.
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Georgia O'Keefe, Gerald's tree |
Les diría (sino fueran tan sordas a todo lo que no entra en la caja de sus obsesiones): lo creaste, lo inventaste allí donde no existía, lo convertiste en siniestro y habitaste el territorio de la traición. Y te gustó. Lo gozaste.
Les diría, ya basta de fingimientos, tu ética de cajita de cristal, tu ética que no se hace cargo del poder, de la autoridad, de tu deseo, es una mentira tan frágil como una grulla hecha en papel de origami. No es una ética, ni siquiera es algo que te pertenezca, es un discurso que habla a través tuyo.
Tu ética no explica tus acciones, tus acciones también son viles, bajas, sucias, mientras que tu supuesta ética es apenas un catálogo de normas escritas por algún vigilante con insomnio, que mira para el otro lado de la vida.
Podés mirar todas las series, las películas, leer todos los poemas, los ensayos, los cuentos, ir a todos los recitales, tomar todos los medicamentos (los alternativos, los ortodoxos, los ilegales); ponerte a la sombra de los creadores de mundos; encarar todas las terapias, los viajes, las aparentes metamorfosis donde nada en verdad cambia; saltar sin poner el cuerpo de escenario en escenario buscando lo que te quema adentro y no se encuentra en ninguna parte; inventar todas las justificaciones, como un personaje de R. Fresán o de una seatcom.
Podrán sobreactuar cada sentimiento, pero eso no cambiará la insensibilidad de su epidermis al registro de la existencia de los otros. (Y sin los otros, tarde o temprano, solo queda dar vueltas sobre sí mismo y morderse la cola.)
En el fondo, el morbo de su goce en el dolor infligido se hace imago, cuando al mirarse en el espejo, al asomarse al abismo, al mirar a través del nebuloso filtro autocomplaciente, escondido acechando, como fiera enjaulada, el deseo de destruir y destruirse permanece al acecho.
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