martes, 30 de enero de 2018

Yo, él, aquel


Fue así de raro.
Tenía recuerdos de todos guardados en un bolso de lona o de papel.
Algunos eran recuerdos viejos, otros recién creados y algunos pura invención.
 Los viernes Venus me juega malas pasadas y de un Eros desapegado paso a uno amorosamente melancólico.
En dos días hablé con él, vos y aquel.
Y me quedé sola en casa regando las orquídeas y las gardenias, cuidando a los animales, leyendo una novela que habla de desencuentros.
No sé ya a quien extrañar y me voy a dormir como si me hubieran chupado la sangre en la selva boliviana. 
Yo, él, vos, aquél, la trama del verano evocativo e imaginario.

Música para el amor

"Camaleones. ¡Qué excepcionales criaturas! La
manera en que cambian de color. Rojo. Amarillo. Lima.
Rosa. Espliego. ¿Y sabía usted que les gusta mucho la
música? —me contempla con sus bellos ojos negros—.
¿No me cree?"
(Truman Capote, Música para camaleones)



Podía recordar cada amor de su vida asociado a una música. A veces era todo un disco o una banda, otras una canción.
A veces sólo recordaba la música y no el amor.
Con el tiempo podía olvidar los detalles y sentimientos hacia la persona con la que había vivido una imperfecta historia de amor -de esas en las que el tiempo pone a prueba cada certeza e incluso los recuerdos- o un enamoramiento perfecto con un final infeliz, o quizá solamente un pequeño romance otoñal o una aventura de sexo y buenas conversaciones.
O ese enredos en los que cuando nos damos cuenta de que hay que huir ya nos embarramos bastante.
Pero la música permanecía. Permanece. Es como si en la música, y en las canciones, hubiera alguna clase de belleza y conexiones que trascienden lo efímero y contingente, eso que hace eco de aquello que en verdad somos o estamos siendo con otro en un determinado momento. Y quizá era todo lo que necesitaba saber de la música, ella que no sabía nada de eso.
Cuando, por ejemplo, escuchaba en alguna parte la canción o el disco  Sin documentos, su cuerpo recordaba deambulares por calles porteñas de la city, esos primeros deambulares de descubrimiento fascinante y hostil de la gran Babilonia rioplatense, intentando parecerse a la.mujer que su amante  le sugería que fuera, un amante de esos que a veces las chicas buscan para envilecerse, para purgar la culpa de haber dejado a alguien demasiado comprensivo y paciente: era para la ella de entonces un viejo decadente si lo piensa ahora, un tipo que olía a drogas del mal típicas del reviente ochentoso y a violencia apenas contenida por el disfraz de un intelecto manipulador y algo perverso. Sin documentos, ni identidad, apenas una adolescente saliendo al mundo con menos quilos que problemas, y Calamaro clamando  y sus tangos rockeados se mezclaron luego con caminatas por la orilla del mar y melancolías de otros amores.
Antes de aquel, varios eclipses y choques de planetas antes, había tenido un amor noble y romántico: un chico hermoso para ella que era una chica hermosa, y era un amor con tintes punckies y The Cure y Sumo, y algunas canciones de Roberto Carlos coladas por ahí que duraron en su recuerdo más que esas primeras lágrimas causadas por las primeras traiciones que muchos discos y años después la vida se encargaría de transmutarles el sentido, como si todas sus músicas fueran también sonatas de Vinteuil en un siglo de otros géneros y melodías.
Y hubo un amor que era con Chico Buarque, Os paralamas y  Caetano Veloso, y con Charly y con Spinetta y Fito pero también Los Abuelos, y con intervalos de Los redondos, y a veces con Silvio Rodríguez, pero sobre todo sonaban Tribalistas y algunos discos que ya eran viejos y que su padre había o habría escuchado, de King Crimson y cosas por el estilo, y también con mucha fiestas en las que se bailaba desde Queen a Dire Straits. Fue un amor largo, de esos que prometen durar toda una vida y se van extinguiendo como el fuego abandonado por descuido o por distracción.

Y Soda. 
Todos sus amores tuvieron algo de Soda, incluso los que nunca se enteraron, porque hay músicas que le pertenecen a varios amores, o amores que toman prestadas melodías de otros. No hay amor sin música ligera...Soda era pura sensualidad. Era el goce del bailar y del amor, era la noche de verano que no se apagaba hasta el amanecer y todo lo que esa voz de Cerati le causaba.
Y le causa.
Subir el médano, bajar la montaña, abrazarse en medio de la ola, hundirse en lago helado y sacudir la cabeza abrazados como criaturas que pisan la tierra por primera vez.
Tuvo un amor adulto que era Kilómetro 11 y un disco del Bebo y el Cigala y un poco de Mimi Maura, pero sobre todo Kilómetro 11, un amor que dolió y que trajo "tristeza y dolor" estando lejos de él...
Y ahora incluso no puede escuchar esa canción sin pensar en ese amor, no en él, en aquel hombre que ya no es, sino en ese amor que a veces la.despertaba cantándole también " amanecí otra vez entre tus brazos". Porque como la música y los recuerdos, el amor puede vivir incluso más que aquellos que lo inspiran.
Babásonicos fue la banda de su #GranAmordeMiVida en varias etapas, aunque hubo también ahí un poco de Rem y de Marley, un poco de Red Hot Chilli Peppers y mucho Virus, y hubo los Stones y hubo Charly, y aunque ella insistía con Beatles, no fue su banda para las tardes de largas siestas con el sol todavía oliéndoles en la piel, con las ganas intactas de los cuerpos que lograban sortear una y otra vez las objeciones de la mente y hacer música en la cama o en el sillón o en la ducha.
Beatles fue otro amor, que fue Beatles y sobre todo Harrison, y Bill Evans y Bowie y muchas bandas inglesas que no podemos mencionar sin despertar montañas de suspicacias y sospechas y todas esas cosas que nada pero nada tienen que ver con el amor ni con la imaginación que trama historias de música para camaleones.
Y ella insiste, como su amada NG en que nada sabe de música y jamás la entenderá, pero la cuerda que mueve la voz de un tenor que trae recuerdos de padre, el escalofrío que produce el rasguido de la guitarra y la mirada que le canta con nuevas y viejas melodías, desmienten todo.
Por eso escucha las canciones que son de un nuevo viejo amor hasta llorar y hasta reír, con el cuerpo bailándole los recuerdos de sus besos hasta que sean la música que la acompaña cuando los camaleones se disponen a vivir una nueva mutación.

domingo, 28 de enero de 2018

En las montañas nevadas, entre canciones

El colectivo subía y bajaba por los caminos resbaladizos de las montañas eternas, el traqueteo le golpeaba la nuca y el paso del calor al frío le causaba dolor de garganta, pero aun así no podía quitar la vista de las cumbres nevadas mientras escuchaba con auriculares una selección de canciones de su universo de goce. Bowie, Prince, Cerati, Babasónicos, Lou Reed, Charly, Rita Lee, El mató, envolvían el viaje alucinante.
La tierra y las piedras rodaban y volaban y el tiempo se había realizado en otra dimensión.
En el cuerpo se le superponían recuerdos: veía a su hijo jugando con el perro que más amaron y que ya no está, y acunaba a sus ahijados y sobrinos como si fueran bebés, hablaba con su padre como si estuviera vivo, reían y comentaban de los colores de esas tierras que habían visitado juntos la vez primera.
Y de pronto una imagen de un hombre que había estado queriendo le vino al cuerpo, de esas imágenes que sólo la intimidad puede cobijar y que dicen que hemos sido algo más que extraños con otra persona. Y en lugar de quedarse ahí, en lugar de intentar retenerla, se le fue, le pareció ridícula, como esas cosas que no entendemos cómo pudieron sernos familiares o deseadas. Sólo un cuerpo sediento de otro cuerpo sin ninguna conexión.
Fue entre una y otra canción, entre una y otra montaña, entre una y otra vida.

viernes, 26 de enero de 2018

Y se balancea sobre sus piernas, cansada

Ella permanece de pie y espera el turno, como los condenados, solo espera.
Su expresión es pétrea, su cuerpo se balancea, quien la observa podría creer que no piensa en nada, su mente en blanco, o bien que no siente nada, su corazón frío.
Los ojos se mueven apenas, miran el cartel digital que anuncia que están por atender a alguien que tiene ochenta números menos que ella, que lleva horas allí, de pie.
Recuerdo del jardín en Etten, 
1888  Museo del Hermitage
Le duele el brazo quebrado, le pesa el bolso en el que lleva un libro que ha estado leyendo y ya no lee, un teléfono que ha estado mirando y ya no mira, pañuelos descartables, un neceser con pocos cosméticos, estuche de anteojos de sol, pastillas para el dolor, peine, hilo y aguja, un llavero infantil que olvidó su hija en el auto, una cartuchera con algunos lápices de dibujo, un bloc con papel de colores con bocetos para futuras pinturas , una botella de agua que el sol ha calentado, una crema de manos que huele a lavanda.
Nadie podría sospechar que está recorriendo con la mente capas geológicas diversas: un cuadro de Van Gogh que le gustaba de chica, en una reproducción que había sobre la chimenea de unos tíos que no vio nunca más. Planes para pagar las deudas de impuestos que le pesan sobre los hombros como piedras de río, los resultados que le dará el médico que pueden cambiarlo todo, las canciones de un músico que alguna vez amó pero ahora apenas recuerda, la biografía que estuvo leyendo sobre esa escritora rusa que nadie conoce y que a ella le conmueve el corazón, que no es frío como podría pensarse al observarla, en su expresión pétrea y su balanceo.
Se balancea como si cargara a uno de sus hijos, como cuando estaba embarazada o como cuando eran pequeños.
Piensa en él y tiembla, pero no se nota.
Piensa en el peso del cuerpo de él sobre ella, en cómo les gustaba dormirse abrazados aunque solo tenían sexo casual, en las cosas que él le pedía para sentir placer y piensa en si él alguna vez pensará en ella.
A la mañana le dio un beso a F antes de salir de su departamento, limpio y ordenado como el de todo obsesivo grave, y el olor del after shave de F le recordó esos días felices en los que se iba de la casa de él con el cuerpo agotado de amarse, y haciendo como si no se quisieran.
Él no sabía querer, no sabía quererla, pero a veces lo simulaba muy bien.
Piensa en todas las tonterías que hizo, que dijo, que pensó, en los hombres con los que se acostó para llenar el vacío de una ausencia y en que eso no calmaba su deseo.
Piensa en que fue ella la que arruinó todo , con sus confesiones y sus miedos, pero sabe que no es así, que él solo estaba jugando mientras pasaba el rato para ir adonde de verdad quería estar.
Piensa en él abrazando a otra mujer.
Piensa en él enamorado de otra mujer.
Piensa en la película Paris Texas, (en la banda de sonido sobre todo) y en un cuento de Raymond Carver y en la clase que dará la tarde y en sus alumnos más pequeños que la esperan con las miradas encendidas de alegría como él jamás la miró.
Y se balancea sobre sus piernas, cansada.

jueves, 25 de enero de 2018

El olor de la injusticia

A los pibes los matan por la espalda porque no son.
A las pibas las violan y las tiran a los basurales porque no son.
Son pobres, son negros, son putas, son kaka, son la basura que nadie quiere oler o ver en estas ciudades colapsadas y llenas de muros reales e imaginarios.
En los barrios de los ricos y los comercios para la clase media los pobres solo se notan cuando no están, como en los paros de transporte masivos, como en la película Un día sin mexicanos. No hay quien limpie la basura de los ricos (no hay basura que limpie la basura), quien les cocine, quien limpie los culos de los niños y los ancianos de las familias privilegiadas.
Los pobres pueden llegar a ser "como de la familia" y la familia es buena, les habla y los trata como a humanos y les da la ropa que descarta y les compra regalos en los cumpleaños y se interesa por su educación.
Nadie habla en estos términos ahora, salvo quizá los adolescentes, porque hemos encontrado otros lenguajes y otras metáforas que tienen la delicadeza de ser más precisas, y al mismo tiempo, el beneficio de mantenernos alejados.
Lo que no se puede escribir ni con palabras simples y antiguas ni con las nuevas, ni se puede retratar con imágenes, es el olor.
El olor de la pobreza merecería llevar el nombre de algún golpe de box letal, es un cross a la mandíbula que se queda a vivir por horas en nuestras fosas nasales y nuestro sistema nervioso. Es invasivo y contundente, indescriptible mezcla de residuos: cloacales, de fábricas contaminantes, basura en estado de podredumbre, alimentos en descomposición, algún cadáver animal, puede ser humedad o polvo seco, algunas plantas, ropa húmeda, caños de escape, sudores de enfermedades, insectos...
El olor de la pobreza genera rechazo y miedo.
Se hunde como sarna que crece por debajo de nuestra piel.
Si fuéramos como de la familia con los pobres que explotamos compartiríamos sus camas y su olor, alegrías y dolores en sus hogares y en los nuestros. No seríamos condescendientes, seríamos compañeros y compañeras de lucha, no sé, amigos, pero no esto que somos.
Observadores tolerantes de este olor que nos separa, que vemos lo pintoresco donde solo hay injusticia e infamia.
El olor de la pobreza es el olor de los despojados.
El despojo más agraviante es el despojo de justicia.
Su olor no nos dejará en paz.

lunes, 22 de enero de 2018

A veces tengo cien años y otras quince

Miro fotos en las redes, acá en Imaginalandia y de pronto aparecen las caras de amigos y conocidos, levemente modificadas, como si hubieran bebido en la fuente de la eterna juventud o conocieran el secreto de Dorian Grey. Pero no, resulta que no, no se trata de un filtro o una herramienta digital para simular y alimentar nuestro narcisismo exhibicionista.
La foto es de un hijo o una hija, ya un hombre o mujer, que apenas pestañeamos,  con solo el vuelo del ciclo de la vida entera de una o dos mariposas, dejó la infancia y hasta la adolescencia.
Sentimos todavía sus latidos en la panza cuando nos contaron que llegaría a este mundo, olemos como si estuvieran a la vuelta de la esquina los aromas de las tortas de sus primeros cumpleaños (con piñatas, bolsitas de caramelos y panchos) y ahí está, como si fuera nuestro amigo o amiga, viajando, debatiendo cuestiones importantes, compartiendo música que también escuchamos.
¿Y cuándo fue que pasó todo esto tan rápido, si nosotros todavía nos sentimos tan jóvenes?
Y me acuerdo de la respuesta de Alicia Steimberg cuando le pregunté su edad y me dijo: depende, a veces tengo cien años, a veces quince, otras cuarenta.
Viajamos y amamos como niños y adolescentes, luchamos en las calles como adultos desilusionados y curtidos, este tiempos out of  joint nos agota como a ancianos, y soñamos con volver a enamorarnos como mujeres de tiempos antiguos y futuros a inventar.

Lo que se escapa

"La caricia es 'un juego con algo que se escapa'".
(E. Levinas, citado por Byung-Chul Han, en La agonía de Eros)

Si hubiera sido otra época se hubiera dicho salían, o curtían, ahora se dice chonguear.
Charlaban un poco (de arte y de política, de música y de los astros que iluminan la noche, de las familias, la comida, el pasado y los amigos), y cojían; y a veces iban a dar una vuelta por ahí o se encontraban en un concierto y tomaban unos tragos, a veces se iban cada uno por su lado y  veces no, o se acariciaban por debajo de las mesas de los bares como si fueran amantes clandestinos.
Él era de esos mentirosos compulsivos #QueNoPuedenEvitarlo,  y ella era de esas #VerborrágicasNeuróticas que hablan con soltura de todo menos de lo que realmente les importa.
A veces se stalkeaban en las redes, y a veces se les mezclaban los sentimientos que compartían con los que sentían por sus old boy/girl friends  y por otros que daban vueltas por los mundos que habitaban y que nunca se cruzaban en sus vidas en tres o cuatro ciudades, algunas reales, algunas utópicas, pero todas intensas.
Se medían, se estudiaban, se buscaban, se acariciaban, se repelían, se aburrían y se distraían.
El que se enamora pierde parecía el lema de ambos, paranoicos y desconfiados, con muchas cicatrices en las pieles ya curtidas. Se sospechaban enamoramientos de otros que no eran ellos, que salían, pero ya no tanto, que se gustaban, y ardían, pero se apagaban pronto y se recordaban uno al otro otras historias parecidas y olvidadas en cajones que ya no se abren casi nunca.
Después llegó una tarde -siempre llega- en que ya no se contestaron, las bromas que no rieron, la noche que no fue: los dos coincidieron en desencontrarse. Ella la terminó bailando con un pibe hermoso y dulce que usaba un aftershave prometedor con reminiscencias de tabaco como el que se fuma en aquellas pipas que no son unas pipas ni palabras ni cosas, en un patio que olía a jazmines y a glicinas y a los restos de un asado muy acompañado de vino, cerca del río sin orillas y brindando por el Che y por Perón con gente cuyos nombres pronto olvidaría, salvo un par, y el baile los llevó a la cama como si tuvieran veinte años y toda la vida por delante y antes de dormirse junto al pibe pensó en él y en su habilidad para mentir y en que ya no sería nunca amor.
Él esa misma noche se enamoró de una mujer que tenía cerca pero no había descubierto hasta ahora y le escribió una poesía y la llevó a pasear a la madrugada por el delta y durmieron abrazados mientras escuchaban la misma música que antes los había arrullado juntos a ellos (otros) que ya no eran, porque la imaginación tiene sus límites, y la belleza y el rock and roll también.
Y todo pasó como pasan las cosas en estos días: como sino hubiera pasado, salvo por ese lejano sentimiento de que algo se ha escapado.

domingo, 21 de enero de 2018

Como el fango en la orilla

Fuimos a la selva y metimos los pies en las marrones y mal olientes aguas del Beni, y me olvidé mi nombre, y el tuyo, y los nombres de los que nos precedieron. En Rurrenabaque todo parecía selva y lluvia, barro y esa vegetación exuberante salida de la imaginación de un Conrad tacana o quechua hijo del Sol y la Luna.
No vimos delfines ni perezosos, pero las pirañas, los perros más raros del mundo y las tortugas acompañaron nuestras noches de insomnio y de calor,  y tu cara después de tu voz, y otras caras, la mía incluso, se fueron desdibujando porque la selva es locura y pasión, caos y desmesura.
Sospeché a Kurtz en varias miradas, la violencia se hizo salvaje golpe sobre el muchacho que arrastraba la policía, el calor hundió el deseo como en un pozo sin fin construido por cazadores extraviados en la Amazonía en busca de agua potable.
El tiempo del Beni es el presente, no hay pasado ni futuro, la gente llega y olvida quién era y si se enamora de un/a tacana se queda y ya no hay futuro, sino este instante, y el estar siendo.
Te vas esfumando y solo regresas a la noche en la somnolencia. Tu recuerdo se mezcla con otros recuerdos, se hace una masa sin formas claras como el fango que se forma en las orillas del río amazónico cuando la lluvia lo somete. La voz siempre se olvida primero, eso pasa con los muertos y quienes se fueron antes de que la tecnología nos permitiera registrarlo casi todo, se llevaron sus voces para siempre de nuestros recuerdos.
Tal vez son sus llamados y sollozos, o su risa, sus promesas, lo que trae el viento de la tarde en el Beni, cuando las balsas cruzan los camiones y los colectivos, y los perros, y los niños con gusanos en sus cuerpos, y los maestros que juntan firmas contra la represa y se visten como curas de los años 40, y  los vendedores de plátanos, y los niños y las niñas que van a practicar caporale....y me cruzan a mí, estos barqueros como Carontes, que no saben si en la otra orilla encontraré vida o muerte, luces o sombras.
Y miro hacia las laderas de fango donde un alud lo arrasará todo una y otra vez y pienso que, salvo el amor en su forma de caridad,  todo lo demás muere
y se corrompe.

lunes, 8 de enero de 2018

Para decir amor, acá en Coroico

Y para decir amor damos rodeos. Como si este vivir dominados por los mercenarios del odio y la destrucción nos hubiera conquistado el corazón y las palabras. Porque tenemos miedo, tanto miedo. Más miedo que la pequeña mariposa amarilla que toma el néctar de la Vaina de San José aun sabiendo que al día siguiente morirá. Acá, en la yunga.

Acá, en Coroico.

Más miedo que la montaña envuelta en la nube eternamente que aun así añora el calor del sol que nunca la besará.

Más miedo que el barro que baja por las cascadas buscando al canto rodado que perdió en la estación seca. Acá en la yunga. Acá en Coroico.
Tenemos tanto miedo de perder, tanta melancolía de lo que alguna vez amamos, tantas estúpidas verdades atrapadas en las palmas de nuestras manos, cerradas como puños, que abrirlas a nuevas caricias nos hace temblar.
Temblar como a la orquídea que ahora sacude el viento de la tarde, acá en Coroico. Temblar y congelarse como a las cumbres, allá a 4000 metros de altura.
Acá en Coroico.
Acá, en nuestros corazones.