viernes, 2 de marzo de 2018

Fruta de estación

"Cada uno trata de entrar, infructuoso, como en un sueño, en su propio río". 
(J.J. Saer, El río sin orillas) 

La invitó a salir usando esas fórmulas ambiguas de las redes que permiten cierta dignidad ante el eventual rechazo.
Ella fingió demencia con dos objetivos: rechazar pero no hacer daño.
Él igual la odió.
Esa maldita posición masculina que lo impele a dar el primer paso, y sentir el frío del corte en pleno rostro.
Ella no quiere cortar a nadie. Esa maldita posición femenina de tener que sentirse la mala cuando es no. No quiere su devoción ni su invitación, hace mil que olvidó esa histeria y ese desear gustarle a todos.
Ella quiere gustarle a X. A X, (y quizás a un Y, y quiere que G no la olvide). Ella quiere que X arda y se prenda fuego en la hoguera del romance, pero nada menos. Y tampoco nada más.
Él la odia.
Se cruzan por ahí y la saluda con un impostado desdén que ensaya un par de veces frente al espejo.
Ella ni se entera porque está pendiente de X, de X que se esfuma y desaparece con la marea y el verano que se va.
Eso no quita que una noche de verano, humedad y ciudad maldita junto al río sin orillas, lea y beba demasiado y suene una banda de rock inglés en el bajo, y como sin darse cuenta se deslice en la cama de un ocasional Y cuyo nombre retiene sólo unas horas y luego se pierde en la noche de la banalidad.
Yo no soy así, piensa ella.
No soy yo, dice él.
Ellos, así, confundidos, van dando tumbos contra los espejos y los fantasmas, como si la vida fuera eterna, como si pudiéramos renunciar a nadar hasta hundirnos o salir a flote en nuestro propio río, como si el amor no fuera una bendita fruta de estación que tiende a marchitarse demasiado pronto.

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