viernes, 2 de marzo de 2018

"Pero las excusas no figuran en el arte, pues en el arte no cuentan las intenciones: 
el artista tiene que escuchar en todo momento a su instinto, 
por lo que el arte es lo más real
que existe, la escuela más austera de la vida y el verdadero juicio Final".
 (Marcel Proust, El tiempo recobrado, 
En busca del tiempo perdido)


Esto es una reflexión para mi amiga J, a raíz de una cuestión que ella planteó. Si las cosas no se terminaran, si como piensan muchas culturas ajenas a la tradición judeocristiana, el tiempo no fuera lineal sino circular (que es una posibilidad), tendríamos que repensar nuestra idea de cultura y de política, que está inscrita en la historicidad. Hay cultura, dicen los filósofos, porque hay pasado (culto a los muertos) y hay futuro (cultivo de tierra para alimentar a los hijos).*
A la vez, nosotros sabemos que esto no sucede así de ordenado como en el discurso lógico, sabemos (y lo hemos experimentado en la ficciones pero también en las vivencias propias, dormidas y despiertas) que el tiempo avanza y retrocede incluso en el presente, y que hay presente porque hay una gramática del futuro y del pasado.
George Steiner escribe por ahí (creo que en Gramáticas de la creación) que los tiempos futuros expresan una posición de esperanza: hablo ahora, en el presente, pero mi palabra refiere a cosas que aún no existen, fundada en la confianza de que serán, fíjate ese mismo tiempo verbal: serán.
Cuando hablamos en pasado no solo hace uso de la memoria, como una estrategia que tiene muchos fines y uno de ellos es, sin duda, de resistencia a los relatos del poder, es decir, narrar los hechos, la historia, dar testimonio, contra de los mundos y las vidas que sin esa palabra acerca del pasado, desaparecerían.
El poder, que siempre está haciendo desaparecer lo que le molesta (cuerpos, ideas, culturas, arte, discursos, objetos), triunfaría por completo si no tuviéramos las gramáticas del pasado. Por ejemplo: "fueron 30.000".
Fueron, porque ya no son, pero al decirlo, afirmamos que viven en nuestra memoria, en nosotros, son nuestros muertos y al nombrarlos, les rendimos culto, homenaje.
Hay corrientes y autores que siempre quieren dar por terminado algo: la historia, los ciclos, los derechos, los deseos, los mundos posibles.
Hay quienes tienden (¿tendemos?) a melancolizar el pasado, y eso tampoco ayuda a pensarlo, me parece. También están esos neuróticos, bien sabemos, que no dejan de postergar el deseo, de patearlo para adelante, para cuando la ocasión sea perfecta, ideal, no humana, imposible. Y entonces, el futuro nunca llega, porque está sostenido por la fobia, por la huida a un tiempo que es de otra dimensión.
O esos que dejan correr la arena del reloj, y hacen, como en la canción, que "todo el futuro sea una tarde".
Y luego, está el arte. El arte puede anticipar lo porvenir, al contrario que la filosofía u otras ciencias inmersas en la lucha del pensar en y el presente. Esas series, esos relatos que no querés que se terminen.
Porque es como si fuéramos el sultán con Sherezade, ¿quién no quiere que alguien le cuente una historia sin fin, que nos acune los sueños y nos permita volar en nuestras fantasías, como en los viajes, a través del tiempo y del espacio?
Sin embargo, como con las novelas, con los cuentos, con las películas, al mismo tiempo, siempre podemos volver. Ninguna relectura es igual a la otra, se puede mirar El padrino cien veces y ver cada vez una película diferente.
Nada me cambió tanto mi percepción del tiempo, creo yo, como la lectura allá por los mis veinte años, de En busca del tiempo perdido, libro tras libro, año tras año, personaje tras personaje, enamoramiento y desilusión tras enamoramiento y desilusión, en esa trama proustiana donde los detalles no hacen más que acariciarnos en el recorrido.
Los finales que duelen, esos de cuando perdemos lo que amamos, esos que resignamos que vivan en la eternidad finita de nuestra memoria, tarde o temprano a todos nos llegan.
* Esta idea a tomo de E. Rinesi que la trae de otros autores.

No hay comentarios: